La temperatura media global del verano boreal (del 20 de junio al 22 de septiembre) del presente año, 2024, fue la más alta registrada, con 0,69°C por encima de la media entre 1991 y 2020, y superó el récord anterior de 2023 (0,66°C). Al mismo tiempo, el último estudio sobre la cuestión, del Instituto de Salud Global de Barcelona, encabezado por Elisa Gallo y sus colegas científicos y publicado en la revista Nature Medicine, estima las muertes relacionadas con el calor en 2023 en 47.690 personas, «la segunda mayor incidencia de mortalidad durante el periodo de estudio de 2015 a 2023, solo superada por la de 2022».
Efectivamente, como podemos ver, el calentamiento global es un problema que tiene consecuencias. Sin embargo, todavía es posible agravarlo con un urbanismo que le da la espalda. Para evitar que sea así, que una disciplina tan encomiable y necesaria como el diseño urbanístico empeore la situación, empecemos por ver de qué forma eleva la temperatura de las calles, casi con seguridad sin proponérselo, y agrava el problema del calor extremo:
-A menudo, en numerosos planes urbanísticos, los constructores se han visto obligados a talar árboles para construir edificios y dar espacio a coches, camiones y otros vehículos del tráfico rodado.
-Por otro lado, el asfalto, el hormigón y los materiales oscuros que se utilizan en la construcción urbana, absorben la energía solar y calientan el entorno.
-Y el calor residual emitido por los procesos industriales, los tubos de escape de los vehículos y los sistemas de aire acondicionado de los edificios, se suma al calor ambiental.
Estos factores, entre otros, producen el conocido como «efecto de isla de calor», que puede llegar a elevar la temperatura urbana entre 5,6 y 11°C en las calurosas tardes de verano. Sin embargo, nuestras civilizadas ciudades no son las únicas que se han enfrentado al calor intenso, sino que en otros extremos del planeta, y en el pasado remoto, otras civilizaciones se enfrentaron al mismo problema.
Por ejemplo, los sumerios, un pueblo que vivió hace 6000 años en la antigua Mesopotamia, en las planicies aluviales de los ríos Tigris y Éufrates (hoy el sur de Irak), tuvieron que soportar un clima cálido y seco. Para combatir esta inhóspita meteorología, por las noticias que nos llegan de los arqueólogos, los edificios de las ciudades sumerias se construían con gruesos muros y ventanas pequeñas, de forma que los interiores de las casas permanecían frescos. Por lo demás, utilizaban materiales como el adobe, que absorbe el calor durante el día y lo libera durante la noche. Pequeños patios interiores facilitaban la ventilación. Al mismo tiempo, los edificios se situaban en contigüidad, de forma que se expusieran lo mínimo posible al ardiente Sol, y las calles estrechas proporcionaban la benigna sombra que aprovechaban los pobladores para caminar por la ciudad.
En realidad esta estrategia urbanística fue empleada por numerosos pueblos después de los sumerios (y probablemente antes). Los arquitectos de la antigua Roma, por ejemplo, recomendaban estrechar las calles para reducir las temperaturas vespertinas. Y los antiguos egipcios llevaban a cabo la construcción de sus casas con adobe y también proyectaban las calles para que fueran estrechas. Sin embargo, los egipcios aportaron una nueva tecnología para enfriar los edificios, la llamada malqaf. Consistía en una prolongación parcial del tejado de las casas, orientada hacia los vientos dominantes, para dirigirlos al interior. Se trataba de una forma primitiva de lo que en Irán y otros lugares de Oriente Medio y Asia Central adoptó una forma más sofisticada: los captadores de viento que todavía se utilizan hoy.
En otros continentes se desarrollaron estrategias distintas para vivir, o sobrevivir a los climas extremadamente cálidos y secos. Los indios pueblo, en el suroeste de Estados Unidos, utilizaban ventanas pequeñas, materiales como el adobe y la roca, y realizaban el diseño de los edificios con muros compartidos para evitar la irrupción del calor. También se preocuparon por el curso del astro rey y la orientación de las casas. De hecho, los indios pueblo realizaron la construcción de sus ciudades bajo salientes de acantilados orientados al sur, de forma que permanecieran a la sombra y se mantuvieran frescos en verano y, sin embargo, recibieran la luz de un Sol oblicuo durante el invierno.
En otro tiempo y espacio, es decir, en las geografías áridas del norte de África y el sur de España, allá por el siglo VII y siguientes, la arquitectura de los califatos musulmanes incorporaba métodos para la recogida de agua de lluvia. Después, se hacía recircular para refrescar los espacios interiores y regar los jardines que proporcionaban sombras y mitigaban igualmente el calor. Por último, mencionaremos la arquitectura de las islas griegas, donde desde antiguo se encalan las paredes exteriores, con el resultado de un blanco perfecto, para reflejar los severos rayos solares, otra estrategia ancestral para combatir el calor.
A la vista está que, algunas de las estrategias citadas, si no todas, pueden aprovecharse hoy en las ciudades modernas para combatir el efecto de isla de calor, aunque para solucionar el calentamiento global, si es que es posible, sean necesarias otras medidas. Se trata de lecciones de historia de las que nos es dado aprender mucho. Así sea.
Fuentes: The Conversation 1, The Conversation 2, The Copernicus Programme, Nature Medicine.
Imagen de portada: Skyler Smith | Unsplash