En nuestras ciudades, ocultos a plena vista, hay unos monumentos a la nada que son como cicatrices arquitectónicas, reliquias que, pese a su absoluta inutilidad, permanecen con una terquedad casi poética. A estos fantasmas urbanos, el artista japonés Genpei Akasegawa los bautizó como «Thomasson».

La elección del nombre es ya una muestra de ingenio y, sobre todo, de humor: el jugador de béisbol Gary Thomasson fue un fichaje estrella que es recordado por el enorme sueldo que percibió durante sus dos últimos años de carrera en Japón (1981 y 1982), mientras permanecía en el banquillo, como una pieza inútil para su equipo, con acumulación récord de «ponches» —eliminación en el juego de un bateador por fallar el golpe.

Así, esa escalera que no conduce a ninguna parte, ese balcón sin puerta o esa ventana tapiada que aún conserva su marco, se convirtieron en Thomassons, y Akasegawa los elevó a la categoría de arte. Un arte por elección, no por creación, un arte que se convierte en tal al ser encontrado, señalado y fijado, no creado. Un arte que nos obliga a interrogarnos por el propósito de las cosas y a hallar una extraña, casi melancólica belleza en su absurdo.

Desde Akasegawa, ir en busca de Thomassons es una experiencia singular y gratificante. Transforma un paseo mundano en una cacería de tesoros conceptuales de arquitectura que se tornan arte ante nuestros ojos. Solo hay que mirar con atención. Quizás aparezca un pasamanos solitario anclado a una pared donde antes hubo una rampa, o el contorno espectral de una puerta sellada en un muro de hormigón, o un portal que se niega a dejar de serlo a pesar de no llevar a ningún sitio.

Por Manolo Barberá, modelador hidráulico sénior en el Dpto. de Arquitectura de Amusement Logic

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