Tras el ocaso del Imperio Romano, antes del amanecer de la arquitectura románica, se desarrolló la arquitectura prerrománica. En ese oscuro interregno, esta escuela arquitectónica tejió un fascinante diálogo con la luz. De esa manera, la iluminación natural del interior de los edificios y los monumentos superó su mero aspecto práctico y se convirtió en un lenguaje arquitectónico para evocar lo divino con cada rayo de luz.
En la Italia ostrogoda del siglo V y VI, la Basílica de San Apolinar Nuevo y el Mausoleo de Teodorico en Rávena revelan la reinterpretación que los nuevos señores germánicos hicieron del legado clásico. La monolítica cúpula del mausoleo, a través de la luz que penetra por los ventanucos en su base, transforma el espacio que cubre en un elemento escénico solemne del monumento funerario.
En cambio, en la Galia merovingia, la cripta de Saint-Oyand, del siglo VI, da al espacio un carácter más íntimo. Sus tres ábsides orientales, ornamentados con delicados estucos, filtran la luz mediante ventanas cuidadosamente situadas. Una iluminación oblicua parece mensajera de lo sagrado. Este juego de claroscuro anticipa el misticismo que siglos después caracterizará al arte románico.
Por su parte, los visigodos dejaron en la Península Ibérica, durante el siglo VII, joyas como la iglesia de San Pedro de la Nave. Emplearon en ella finas láminas de alabastro para domesticar la luz y producir una atmósfera de recogimiento. En su interior, la iluminación converge ritualmente hacia el altar. Siglos después, los mozárabes de San Baudelio de Berlanga fusionaron esta herencia y el arte islámico, con recurso a celosías y lucernarios que tejen patrones de luz y sombra y transforman el espacio en un delicado tapiz.

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El renacimiento carolingio del siglo VIII, bajo Carlomagno, supuso un punto de inflexión. La Capilla Palatina de Aquisgrán, se sirve de un audaz sistema de claristorios y tribunas para derramar la luz cenital en el espacio. Así recrea la magnificencia de Santa Sofía, mientras anuncia la verticalidad del futuro gótico. Y en Asturias, España, Santa María del Naranco reinventa ese mismo lenguaje: sus ventanas geminadas de alabastro bañan el interior con una luz dorada que parece elevar la pequeña nave, en una demostración de que a la monumentalidad se llega también a través del tratamiento de la iluminación interior.

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Estas soluciones no fueron meros ejercicios técnicos, sino manifestación de una cosmovisión. Donde los ostrogodos y carolingios buscaron una suerte de epifanía a través de la luz, los visigodos y mozárabes prefirieron el recogimiento de la penumbra. Este diálogo entre luz y sombra, entre apertura y recogimiento, fue fundamento del posterior desarrollo del románico, en cuya escuela, la iluminación se convierte en una verdadera teología escrita con piedra y luz.
Por Guillermo Ferrer, arquitecto sénior en el Dpto. de Arquitectura de Amusement Logic