Tras décadas de investigación sin éxito, por fin, unos investigadores del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT por sus siglas en inglés), en colaboración con la Universidad de Harvard y laboratorios en Italia y Suiza, han sido capaces de despejar la incógnita. El misterio se cifraba en los factores que hacen tan sumamente duraderas las construcciones de época romana. O, dicho de otra forma, qué circunstancias hacen de la argamasa utilizada para la construcción en Roma, su hormigón, un elemento tan eficiente y resistente. El famoso Panteón de Agripa de la capital italiana, que tiene una edad de al menos 1.895 años, o numerosos acueductos que siguen en pie en los territorios del antiguo imperio, son ejemplos de la extraordinaria calidad y fortaleza del material.
El profesor de ingeniería civil y medioambiental Admir Masic, con la doctoranda Linda Seymour y otras cuatro personas del MIT, anunciaron al mundo, a través de un artículo publicado a principios de año en la revista Science Advances, su descubrimiento. Previamente, tal como se citaba en los estudios de los arquitectos de la época, se consideraba que la ceniza volcánica de Pozzuoli, en la bahía de Nápoles, presente en el hormigón empleado por los romanos en todos los extremos de sus dominios, era determinante de su durabilidad y resistencia. Sin embargo, tras exámenes más exhaustivos y minuciosos, el profesor Masic y sus ayudantes llegaron a nuevas conclusiones.
En efecto, las muestras antiguas del hormigón romano contienen, a escala microscópica, pequeños cúmulos minerales de color blanco brillante o «clastos de cal» (por cierto, presentes en todos los rincones donde existen construcciones romanas). Estos cúmulos calcáreos, según señala Masic, «no se encuentran en las formulaciones modernas de hormigón». Así pues, la cuestión emergía a la superficie por sí sola: ¿por qué se encontraban en el hormigón romano? La respuesta llegó con el recurso a imágenes de alta resolución y técnicas de «cartografía química» desarrolladas por primera vez en el laboratorio para esta investigación del MIT.
Si bien se suponía históricamente que la cal se incorporaba al hormigón romano combinada primero con agua en un proceso conocido como apagado, el examen espectroscópico señalaba en otra dirección: la mezcla del material se había producido a temperaturas extremas. Y la única forma de que fuera así es gracias a la reacción exotérmica producida por el uso de cal viva «en lugar de, o además de, la cal apagada». Con ello, la primera conclusión a la que llegó el equipo de investigación fue que la mezcla en caliente es uno de los factores de la durabilidad del hormigón romano.
Según afirma el profesor Masic, «cuando el hormigón en su conjunto se calienta a altas temperaturas, permite una química que no sería posible si sólo se utilizara cal apagada». Por otra parte, «este aumento de temperatura reduce significativamente los tiempos de curado y fraguado, ya que todas las reacciones se aceleran, permitiendo una construcción mucho más rápida».
Pero además, tras nuevas pruebas, los científicos descubrieron otro factor para la resistencia y la durabilidad del hormigón romano. Y fue que los diminutos clastos de cal confieren al material una capacidad de autocuración desconocida hasta hoy. Así, en cuanto empiezan a formarse pequeñas grietas en el hormigón (las cuales, por cierto, se transfieren preferentemente a través de los clastos de cal), los pequeños cúmulos calcáreos quedan expuestos. Con las lluvias, se produce una solución saturada de calcio que recristaliza como carbonato cálcico y rellena rápidamente esas fisuras, o que reacciona con los materiales puzolánicos para reforzar aún más el material compuesto. De esa manera, las grietas quedan reparadas automáticamente antes de que se profundicen. Precisamente, más allá de las pruebas de laboratorio que realizó el equipo de investigación, el examen de diversas muestras de hormigón romano con grietas, corroboró la hipótesis al encontrarse rellenas de calcita.
Para concluir, os dejamos los créditos del equipo de investigación que, dirigido por el profesor Admir Masic, formaban Janille Maragh, del MIT, Paolo Sabatini, del DMAT (Italia), Michel Di Tommaso, del Instituto Meccanica dei Materiali (Suiza), y James Weaver, del Wyss Institute for Biologically Inspired Engineering de la Universidad de Harvard; el trabajo se realizó con la ayuda del Museo Archeologico di Priverno (Italia).
Fuente: MIT News, Science Advances.
Imágenes: Science Advances.