Los portaaviones, auténticas ciudades flotantes, ¿acaso no representan una suerte de cumbre de la ingeniería, al menos de la ingeniería naval moderna? En su imponente presencia hay un detalle de diseño, una clave no del todo evidente, que determina su eficacia: la sutil curvatura de la cubierta de vuelo, que no está por casualidad, sino que es consecuencia de décadas de investigación y evolución tecnológica.
Al igual que la forma arqueada de un puente distribuye las cargas que debe soportar, la curvatura de la cubierta de un portaaviones contrarresta las enormes tensiones que generan en él el oleaje, el viento y el peso de los aviones. Sin esa curvatura, el casco se enfrentaría a un dilema: ser demasiado rígido y quebradizo o demasiado flexible e inestable.
Los primeros portaaviones, como el legendario USS Enterprise de la Segunda Guerra Mundial, presentaban curvaturas más pronunciadas. Aquel diseño robusto garantizaba su resistencia, pero reducía su velocidad y aumentaba su consumo de combustible. Era la solución de entonces, cuando la prioridad era la supervivencia en combate y no tanto su eficiencia.
Hoy, portaaviones como el USS Gerald R. Ford son ejemplo del refinamiento que ha alcanzado la ingeniería naval. Gracias a materiales avanzados —aceros de alta resistencia y aleaciones ultraligeras—, y a herramientas como el análisis computacional de tensiones, los ingenieros han logrado curvaturas más sutiles, pero igual de resistentes. El resultado es un casco que corta el agua con menor resistencia, ahorra combustible y mantiene una integridad estructural superior, incluso bajo condiciones extremas.
Por Raúl Soriano, modelador sénior en el Dpto. de Arquitectura de Amusement Logic