El hotel que seleccionamos este mes ocupa una mansión armenia de unos 250 años de antigüedad, según noticia de los pocos textos que hablan de él. Esta condición, unida a su localización en Ürgüp, en la región histórica de Capadocia, Anatolia central, Turquía, hace de este hotel boutique un lugar especial, como mínimo. Sobre todo después del paso arrollador del arquitecto Turan Gülcüoğlu, que dejó tras de sí una sorprendente labor de restauración e interiorismo. El nombre del hotel, Sacred House, es decir, casa sagrada, da una buena pista de lo que podemos esperar una vez traspasamos las columnas abalaustradas (¿neorenacentistas?) que flanquean el portal, bajo las beatíficas y angelicales figuras que parecen rezar por nuestra alma sobre ambos segmentos del arco ojival, más allá de sus muros de sólida piedra caliza.

Efectivamente, similares figuras aladas, es decir, ángeles mansos de miembros muelles, en delicada actitud reverente, nos dan la bienvenida al atrio alrededor del que se recoge el propio hotel. A su insólita atmósfera contribuyen la multitud de elementos eclécticos de una arquitectura caprichosa, como elegidos y dejados caer al azar, entre barrocos y neoclásicos. Tímpanos, arcos de medio punto, molduras, relieves, una suerte de veneras, vanos con parteluces, etc., nos envuelven con una sensación de extrañeza. Pero eso no es todo, ni mucho menos.

Las 21 habitaciones del hotel Sacred House apenas se parecen entre sí, a no ser porque todas transmiten la misma vibración inquietante, en un espectro que va del gótico de ultratumba al romanticismo autocomplaciente, incluso con algún campestre desliz medievalista. De hecho, cada una de las estancias demuestra, con su nombre particular, hacia qué frecuencia de dicho espectro se desvía: Luna llena, Santuario, Escondite de Baco, Harén, Tesoro de Bizancio, Capilla antigua, Alegoría de los celos, Divina, Oráculo, Nido de hadas, Ego del rey, Lilith, Opio o Bosque profundo son algunos de los apelativos. A este respecto, bien merece un párrafo aparte el spa de esta «casa sagrada», el cual también desvela con su contradictorio nombre, hacia dónde nos dirigimos: Infierno.

Para llegar a Infierno atravesamos un pórtico del atrio y descendemos por una escalera en espiral a las profundidades de un sótano excavado en la roca. Si no fuera por la profusa iluminación, se diría que nos adentramos en las catacumbas de Roma. «Nos lanzamos a lo prohibido» (Nitimur in vetitum), proclama la cita de Nietzsche en el dintel que sostienen tres grandes columnas abalaustradas, el cual se pierde tras las circunvoluciones de la roca excavada. A la izquierda, entre otras dos columnas menores (también abalaustradas), un ángel atraviesa cabeza abajo la pared de ladrillo visto de la gran hornacina para apoyarse con la mano derecha sobre el manto de la chimenea (efectivamente, también hay un hogar en Infierno) y concedernos la luz del candelabro que sostiene con la mano izquierda. Unos sofás Chesterfield frente al hogar y más candelabros, por todas partes historiados candelabros y enormes velones.

Por fin, al otro lado del dintel que proclama el paso a lo prohibido, una suntuosa piscina de mosaico rojo como el fuego del infierno. Los arcos que sostienen unas pequeñas columnas desde sus vértices, así como otros detalles arquitectónicos, se disponen con tal artificio que parece que formen parte de un edificio oculto tras la roca, sacado solo parcialmente a la luz por una excavación arqueológica. Para acabar la fantasía, en un efecto difícilmente descriptible, una lámpara de araña pende del techo sobre el agua, en el centro de la piscina. Una parte de esta, por fin, se adentra en una breve caverna, al fondo de la cual dos amorcillos sostienen una placa con una inscripción que en este caso cita a William Blake: «si fueran despejadas las puertas de la percepción, cada cosa se le aparecería al hombre tal como es: infinita». Y es que, en esta especie de inframundo consagrado a la extravagancia, uno no sabría decir si vive o sueña, o se pierde en el infinito. Y esa es precisamente su gracia, la imposibilidad de afirmar que las cosas son lo que parecen, o parecen lo que son.

Ahora entendemos mejor las declaraciones del señor Gülcüoğlu, arquitecto, cuando dijo, según Modeliste Magazine, que su objetivo era el de «crear un espacio sofisticado, intelectual y aristocrático para la alta cultura, un refugio divino con una energía, un aura y una virtud únicas». Las esculturas y pinturas que pueblan los pasillos y las estancias, representación del arte más exquisito, los muebles antiguos, así como la biblioteca provista con libros raros de primera edición de grandes pensadores, como Nietzsche, Sartre, Schopenhauer, Huxley, Goethe, Camus y Blake, son detalles que se añaden al testimonio de Sacred House Hotel. Más que un hotel, un juego en el que a cualquiera con buen sentido del humor le gustaría entrar.

Fuentes: Modeliste Magazine, Sacred House Hotel.
Imágenes: Sacred House Hotel.

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