Según el diccionario, un spa es un «establecimiento que ofrece tratamientos, terapias o sistemas de relajación, utilizando como base principal el agua». Y, ¿por qué nos referimos a este «establecimiento» con el término «spa»? Pues bien, dicho término procede del inglés y parece haberse originado verosímilmente por influencia de la ciudad belga de Spa, la cual era conocida en época romana como Aquae Spadanae. En esta ciudad existía un manantial de aguas ferruginosas —que los romanos ya explotaron—, con las que se trataba, mediante la ingesta de sus aguas, la anemia o falta de hierro.
Según se cuenta, un tal William Slingsby, que había visitado previamente la ciudad de Bélgica a la que llamaba Spaw, descubrió en 1571 un manantial de aguas ferruginosas en Yorkshire, condado del norte de Inglaterra. Allí creó un balneario para llevar a cabo los mismos tratamientos que se hacían en Bélgica. Y ya en 1596, el Dr. Timothy Bright tuvo la ocurrencia de llamar al «establecimiento» la «Spaw inglesa» (the English Spaw).
Pero lo que el Dr. Bright llamó la Spaw inglesa y hoy llamamos spa, existió para nuestra especie muchos siglos antes de que se conociera con alguno de esos términos. En efecto, hay indicios arqueológicos de que ya en la Edad de Bronce —del 3000 al 1200 a.C. según regiones— frecuentamos las aguas termales de los territorios que hoy son Francia o la República Checa. En el Reino Unido, de la misma forma, se conserva una leyenda que atribuye el descubrimiento de las fuentes termales de la ciudad de Bath —famosa por ellas— a los primeros reyes celtas (en torno al 1200 a.C.). Pero es probable que aquellas antiguas y salvajes aguas termales sirvieran a nuestra especie desde muchos milenios antes; al fin y al cabo, los macacos japoneses del Parque Nacional Joshinetsu Kogen se bañan hoy en día —nadie sabe desde cuándo—, en aguas termales como nosotros.
Pero sigamos: en el antiguo Egipto y en las ciudades prehistóricas del valle del Indo también se practicaban rituales de baño. Sin embargo, estos pueblos no eran muy dados a la construcción de edificios alrededor del agua, como hacemos hoy con los hoteles y resorts que se multiplican alrededor de los manantiales termales. Sea como sea, algunas de las primeras descripciones de las prácticas de baño en Occidente proceden de la antigua Grecia. Los baños —o spas— más primitivos quizá sean los del complejo palaciego de Cnosos, en Creta, de mediados del II milenio a.C. De hecho, en la mitología griega, determinados manantiales naturales, que los dioses habían supuestamente bendecido, eran curativos. Y quizá fueron uno de los primeros pueblos en construir edificios dedicados al baño alrededor de estas piscinas sagradas. Las ofrendas a los dioses encontradas en estos lugares atestiguan la esperanza de curarse de muchos de sus frecuentadores.
Los romanos, que adoptaron las prácticas de baño griegas, crearon para ellas edificios mayores y más complejos. Al fin y al cabo, daban servicio a una población más numerosa —por cierto, aplicaron la segregación por sexos en los baños. Y los acueductos, que construyeron en sus ciudades, abastecían las instalaciones del agua necesaria, que luego calentaban. Y la invención del cemento facilitó en todos los sentidos la construcción de grandes complejos de baño —o spas. En torno a ellos se desplegó una gran actividad social y recreativa. Y con la expansión del Imperio Romano, los baños públicos se extendieron por todo el Mediterráneo, por Europa y por el norte de África.
Tras la muerte del emperador Constantino I y la consiguiente decadencia del Imperio Romano en Occidente, las termas quedaron en manos de la población local. A partir de entonces, al parecer, se convirtieron en lugares de comportamiento promiscuo, por lo que su uso sirvió más a la propagación de enfermedades que a la curación y el bienestar. Las autoridades eclesiásticas de la temprana Edad Media, como era de esperar, se escandalizaron y asociaron los baños públicos con las enfermedades… públicas. En muchos casos, quisieron cerrar aquellos antros de perdición —o spas—, y cuando las epidemias de sífilis asolaron Europa, prohibieron los baños públicos —sin detener por ello la enfermedad. Sin embargo, con el paso de los siglos y la exacerbación religiosa sin desmayo, los beneficios de las aguas termales acabaron por atribuirse a Dios.
Así, durante los siglos VIII y IX continuó la construcción de grandes casas de baño —o spas— asociadas a los centros religiosos, a monasterios e iglesias, y los baños públicos pasaron a ser divinos. De hecho, los papas los incorporaron a sus residencias. Algunos de los primeros se conocieron como «baños de caridad» porque servían tanto a los clérigos como a los pobres en necesidad. Por cierto, el protestantismo también asignó un papel importante a los balnearios británicos. En resumen, prácticamente todas las grandes ciudades de la cristiandad medieval contaban con baños públicos y balnearios —o spas.
Y así, entre vapores y cosquilleos acuáticos llegó el siglo XVII. En aquellos tiempos, la mayoría de los europeos de clase alta consideraba que bañarse todo el cuerpo era cosa de las clases bajas, por lo que sólo se lavaban la cara. Sin embargo, poco a poco cambiaron de actitud y a finales del siglo también los ricos acudieron a los balnearios —o spas. La reina Ana de Gran Bretaña viajó a Bath en 1702 para bañarse y sentó un precedente que siguió la aristocracia. Y, como suele ocurrir, la nobleza del resto de Europa tuvo la misma idea —o la copió— y comenzó a frecuentar los grandes centros termales del viejo continente.
Ya en el XVIII, el baño romano y su arquitectura sirvieron de modelo para las instalaciones termales europeas —y también para las americanas un siglo después—, que se multiplicaron con los vientos de la Ilustración y el crecimiento demográfico. La arquitectura de Baden-Baden, como la de los balnearios de Karlsbad, Marienbad, Franzensbad y Bath, erigida a finales del siglo XVIII y, principalmente, el XIX, se adhirió al estilo neoclásico, es decir, a los mosaicos en suelos, a las paredes de mármol, a las estatuas clásicas, a los arcos y los techos abovedados, a los frontones triangulares, a las columnas corintias… Y a partir de este último siglo, los médicos reconocieron los baños como una práctica con beneficios y, por tanto, tuvo más aceptación entre la población.
Por fin, a principios del siglo XX, los balnearios europeos adoptaron otras prácticas de salud y bienestar asociadas a los baños termales, como las dietas y el ejercicio físico. Además, la oferta de los balnearios europeos se extendió al ocio de los bañistas y el turismo en la ciudad que los albergaba: los casinos, las carreras de caballos, la pesca, la caza, el tenis, el patinaje, el baile, el golf o la equitación entraban entre las actividades propuestas. El reconocimiento de los beneficios médicos de los baños termales llegó a tal extremo que gobiernos europeos como el alemán pagaron una parte de los gastos del paciente.
En lo que llevamos de siglo XXI, los baños y tratamientos de bienestar a partir del agua se han democratizado, y multiplicado las instalaciones donde disfrutar de ellos. Cada gran hotel, cada resort cuenta con su spa particular. La tecnología permite crear un centro termal prácticamente en cualquier lugar, sin necesidad de manantiales de agua mineral. No solo eso, sino que la innovación en productos y servicios ha experimentado una acusada expansión: aromaterapia, cascada cervical, baño de pies, baño de barro, hidromasajes varios, baño de pulpa de turba, saunas variadas, baños de vapor, son solo algunos de esos innovadores productos y servicios. Con todo, la industria del bienestar a través del agua y los spas se ha convertido hoy (datos de 2021) en un mercado mundial de casi €88.000 millones, y se espera que en 2030 supere los €170.000 millones.
Fuentes: Wikipedia, Wiktionary, Hospitality Insights, Diccionario de la Lengua Española, National Geographic.